Q.D.E.P.

abril 30, 2010

Salen tarde por esperarlo, algo que suele suceder pues el tiempo rebota ante su persona, sus pasos crean un halo pegajoso que recuerdan a todos que él no va a ningún ritmo conocido.

Corriendo contra el reloj son engullidos por el transporte masivo y en cuestión de un escupitajo están tomando un taxi, ella lo patrocina en nombre de su enfermiza necesidad de llegar siempre al objetivo a tiempo, ella no entiende, pero con él todas sus neurosis desfilan asfixiantes, se engendran unas a otras en un estres creativo que compensa la falta de afán de su acompañante, esa extrema paz con que él retrasa hasta a la muerte.

Eran de esos amigos complicados, esos que nunca saben como quererse. Él caminaba cambiando constantemente de lado, por temor a la constante, y por una incomodidad terrible ante la cercanía, sin control sobre el espacio entre los dos, todo lo resolvia con un complejo zigzag frente al cual ella se perdia y por el que siempre iba prevenida del dilema.

En medio de esta inquietud palpitante, ella lo conduce hasta el teatro, ambos sienten una picada general en el cuerpo, esa piquiña de quien sale a toparse con lo inesperado y lo intuye sin querer admitirlo, lo presiente todo pero se asume demente al decirse estas cosas; Casandras en su mutualidad, dependientes del binomio incomprensible.

Sin aire llegan a la puerta, 15 minutos de retraso, entran arrastrados por ella y su estres magnético, sin preguntar por entradas, y como Pedro por su casa ella sigue de prisa hasta el escenario intentando adelantar la música que insinúa el espectaculo iniciado. En el pasillo que va hacia el escenario hay una corona de flores y en ella se lee el nombre de mujer, pero eso ella no lo ve. Él, sin embargo, siguiendo su tempo se para con precaución, se muerde los labios hasta sentir sangre en su lengua y degusta el porvenir mientras lee la dedicatoria del requiem.

El teatro se sentía extraño, más teatral que nunca, ella se emociona, se dice para sus adentros “aquí fue esto es lo inesperado presentido, y yo pensando lo peor, que obra más genial”. El ataúd abierto en mitad del escenario es bañado por tres focos de luz intensa y amarilla, la madera reluce, en las gradas unas 15 personas susurran.

Ellos se sientan, miran sin entender y esperan; el ritual ha de iniciar sin informarles que hacen parte de él. No hay obra, no hay ficción, solo muerte, solamente el cadáver de ella, allí dispuesto como el gran protagonista de este drama que es la vida. El escenario la cobija con su oscuridad infinita, en aquel santuario las lágrimas no son ensayadas, nada es predeterminado excepto por la actitud expectante de la vida misma que barniza esos 15 semblantes con el clímax del extremo.Esta era la dramaturgia acabada, el corpus de lo istrionico, primer final real representando en este escenario.

Ella jamas había visto un muerto, no sabia su nombre, no sabia porque estaba ahí en vez de la función prometida, pero igualmente sentía como la conclusión se evocaba una y otra vez en un bucle exquisito de reproducción y producción narrativa, pensó que la noche era un principio y un final simultaneo enhebrados por los símbolos perfectos y esto despertó en ella todos los placeres bacanicos que jamas había sentido, el hedonismo le hacia cosquillas en los tobillos, en las manos, en su frente, en el vientre y este hormigueo aumentaba según se acercaba al féretro; le dio miedo entender que el cierre de todo aquello era esto y que el gran mensaje era un ataúd brillante en medio de su escenario. Se quedo aterrorizada y él lo sintió, la tomo de la mano y salieron sin decir nada.

Empiezan a caminar. Caminan por primera y única vez en completa simetría, sin que él hulla, sin que la cercanía le queme la piel, mientras ella egoistamente repasa los símbolos que le sustentan los pasos, el movimiento se torna en repique, el tropiezo que son sus vidas explota con el roce, una nueva coreografía recorta sus cuerpos; el beso se retuerce en sus estómagos.

Como si siguieran pistas llegan a una calle que él reconoce, la lleva con un gesto hasta un edificio viejo, timbra, ella no pone atención: esta estancanda en la premisa. Entran a un espacio muy iluminado, cargado de un olor dulzón y podrido, es hora de despertar del sueño mental, se dan cuenta que sus pies pisan un santuario urbano; esta es la casa del taita. El taita que curaba la mente de todos los demonios perseguidos, el mago personal y de bolsillo.

Hacia años que ella le oía historias de este personaje, él le enviaba mails invitándola a sus tomas de yage, ella nunca contestaba, ella no entendía que para él las tomas eran la aguja que lo cosían de vuelta a la tierra.

En medio de este edificio roído del centro de la capital la estupidez se mezcla con la claridad, las paredes se maquillan de manchas cafés que devoran toda la parte inferior del recinto y el milagro se convierte en chicle de tres pesos. El taita juega ajedrez y los mira desde la distancia, mira todos los pasos, mira sin determinar presencias, los ojos puestos en accesorios perdidos, en decorados humanos. Una chica esta tirada en un colchón bajo el hueco de las escaleras, no duerme pero no esta allí. No para de entrar y salir gente, gente que apenas esta, gente que no se detiene, todos aquí para bien o para mal trazan un rumbo y solo estan de paso.

Él habla con muchos en un sólo ser y ella se sienta y mira todo entre el asombro y el dejavu, ella se pierde en el eclecticismo del lugar, abre las pestañas ansiosas de tragarse entero este templo al sincretismo, el cadáver que aún no abandona su retina le sonríe, la imperante sensación de escape rebota en las paredes desprendiendo un eco estridente de pasados sobrepasados. Ella no tenia que estar ahí, esto lo entiende rápidamente y cuando va a buscarlo para irse él ya no esta, entra el pánico, gritan su nombre, él no contesta, todos la miran con desden. Se acerca a uno de los ambulantes y le pregunta por su amigo, le contesta que no sabe de quien habla. La consume la rabia, esa rabia cuadriculada y milimétrica que florece cada vez que la lógica la deja a la deriva, esa rabia que le recrimina a su cerebro la falta de disciplina existencial.

Sale de sí, esta afanada, él no es, traga saliva y toda la boca le sabe a miedo, el corazón se le atasca en la garganta, él no es, el abandono se convierte en monumento. Se sienta mirando a cielo, demandando respuestas, preocupandose por todos los posibles errores que la han llevado allí, justifica la confusión con toda clase de artilugios retóricos, pero todo es inservible, se pierde y no sabe muy bien de qué ni porqué. La noche se tensiona sobre sus regazo; “cerremos los ojos y recordemos aquel eco perdido en mis sentidos, el eco agudo que rechinaba en mi memoria dictándome la sentencia de desalojo…”, dice llorando. Pasan unos segundos y entiende que el anónimo final es el que le dará paz, tranquilizada por aquel descubrimiento ahora es conciente de la generosidad de su escenario.

El rompecabezas de la noche esta casi resuelto, separados para siempre, jamas se volverán a ver, nunca sabrán qué les paso, pero entenderán que esa noche tenían que morir, esa noche entierran el nosotros, y solamente desde el despliegue teatral se podía apelar entendimiento. Nunca se tuvieron, por culpa del brinco constante que aceleraba la velocidad de él cuando la miraba y porque ella, mundana percepción, jámas obstruía sus desplazamientos. Por más que se guardaran los mejores pedacitos de ambos para compartirlos, ellos sabían que la imposibilidad era lo suyo, esa era justamente la nota que disociaba sus almas. La negativa era el interruptor que titilaba su dinámica y que les arrojaba silencios entre los discursos.

Ella: Te salpiqué todo lo que pude y te dejaste.

ÉL: me dejaste dejarme, eso lo sabemos los dos.

Ella: eso es lo que te empujó al olvido.

Él: lo que me hizo saltar al vacío.

Ella: te fuiste rasguñando todo el cariño reprimido que nos guardábamos.

Él: me fui porque tu no podías darme nada, solo guardarme todo.