I wanna be your dog.

julio 24, 2009

De los años que pase en la madre patria mi dinero ahorrado se fue casi íntegramente en festivales de esos que por mis tierras sólo podemos soñar.  En esas estaba yo, julio del  2004,  cuando invertí mi último mes de trabajo en tres días alucinantes en Monte do Gozo, Santiago de Compostela, pagando la módica suma de 70 euros, para disfrutar de un cartel realmente ecléctico que combinaba desde Bob Dylan hasta The Corrs. El  caso es que yo estaba con el corazón puesto en ver a David Bowie cuando el buen hombre va y se nos lesiona, dejando a Lou Reed de suplente de último minuto y a mí…  pues un poco desanimada.

Desde aquella cancelación todo el plan original empezó a venirse abajo, primero mi amiga escogida para la aventura renunció y para no verme obligada a ir por mi cuenta tuve que prestarle dinero a un amigo de mala paga. Así que cuando por fin la tienda de campaña estaba montada y el primer día de festival despuntaba mi ánimo decaía por segundos. Sentados frente al recinto nos tomábamos los respectivos laxantes emocionales de alcohólicas combinaciones y el sol pegaba con cierta timidez, de fondo sonaba The Darkness y justo antes de que los británicos se despidieran mi amigo y yo nos armamos de valor e hicimos efectivas las entradas, en ese momento nada me podía preparar para la actuación musical más aplastante de mi vida.

Era el turno de una leyenda; Iggy Pop y The Stooges se reunían por primera vez desde 1974, y era la primera vez en mi vida que veía a los abuelos del punk. Pero parecía que el público no se enteraba, parecía que el público seguía adormilado por el  sol y el tibio inicio de festival, cortesía de las primeras bandas. Fue entonces cuando las guitarras cáusticas sonaron, el bajo del único miembro no original de la banda me pateo en el estomago, la batería comenzó a gritar y finalmente salio él, La Iguana, listo para restregarnos a todos en la cara esa fuerza volcánica que  solamente tienen aquellos que rozan la inmortalidad.

El tiempo se disipo y entré en una especie de estado cuántico, un hombre que rondaba los sesenta aplasto el tiempo y me llevo a esa época en que los conciertos de rock eran subversivos de verdad, me quité la camiseta y me tiré de lleno al pequeño grupo de fervientes seguidores, que no sobrepasaba el centenar, pero que entregaban su cuerpo y sus voces sin reparos a cambio de un éxtasis visceral, carnal y destructivo.

Iggy se metió elegantemente la mano entre sus pantalones, se restregó contra el inmobiliario musical, nos escupió, alentó a los fans a sobrepasar la seguridad e invadir el escenario, salto, corrió, mordió y olfateo el pudor y el orden, dejando al resto del cartel en evidencia. El rock de verdad, ese que cambio el mundo con su insolencia y que revoluciono el concepto de ser joven es un estandarte que cuelga, casi exclusivamente, del pecho de los de antaño.

Como toda adolescente punki habia tragado mucho ruido criollo, patadas de guitarra contracultural y baterías rabiosas en antros bogotanos,  pero jamás me sentí gratamente violada como cuando presencie el verdadero poder, ese «Raw Power» que hace de esta banda algo incontenible e impredecible. Ver a los Stooges es,  sin lugar a duda, una experiencia que te acerca a esa materia de la que esta hecha la inmortalidad, te inyecta  un trance emotivo que destruye las conexiones neuronales creadas por esta sociedad, te resetea el disco duro de tu cabeza; te libera.

Perdí la camiseta cuando sonaba No Fun, me caí al suelo y fuí pisoteada al ritmo de Louie Louie, me rociaron con una manguera que escupía en perfecta sincronía con Search and Destroy y para cuando toda esta catarsis llegaba a su clímax yo ya sabia que lo único que quería gritar era «Iggy I wanna be your dog!!!!!!!!!!!»,  y no volví a pensar en la ausencia de su antiguo mecenas británico.

Desde entonces he visto a Iggy and The Stooges unas tres veces más, todas generosas ofrendas a los dioses del caos,  testimonios del elixir de la vida eterna que se bebe a escondidas el señor James Newell Osterberg, Jr.

Para el que sabe en su piel que el rock nació cargado de ruptura, que un concierto te puede transportar a un estado sagrado y que un artista de verdad es el que te quita el miedo del cuerpo y te regala preguntas sin respuesta, ese tiene que ver a la iguana y sus compinches, y dejarse desatascar las cañerias del subconsciente durante un par de horas hasta que el alma te sude de placer.

Madre Guerra.

julio 13, 2009

Cuando estaba en primero de historia me entere que desde nuestros primeros fósiles hay restos de muertes inflingidas por nuestras propias manos, es decir casi antes de ser humanos del todo ya éramos asesinos. Desde aquel momento entendí que la guerra es parte de nuestro código genético, creo que algún día en un futuro próximo descubriremos un gen de la guerra, tan importante como el que nos imprime colores o nos define el sexo.

Hoy vi Vals for Bashir, una historia de guerra en un país cuya biografía se puede contar en guerras, todas sus generaciones han existido entre batallas.  Israel es un invento pensado para alimentar guerras, una inversión de la muerte. Sus ciudadanos son casi todos soldados, sus memorias colectivas son tejidas por las Valquirias, y en esta película se entiende como sus guerras, al igual que las nuestras, parecen ser siempre las mismas. Ellos, como nosotros, vivimos en un combate reiterado, en medio de matanzas de nunca acabar, en espera de la paz esquiva.

El protagonista es el mismo autor, Vals for Bashir es un ejercicio de catarsis para su director, y a la vez es la historia olvidada por la vergüenza. Había mucho en esa película que me resonaba a propio, supongo que precisamente por ese vinculo innombrable que tienen todas las guerras enquistadas, viéndola pensé en las obras de mi vida, en todos los proyectos que me desvelan,  y me di cuenta que estoy un poco obsesionada con la guerra, casi todo lo que he hecho en mi vida me ha llevado tras sus pasos, veo en ese espejo que no he podido escapar a mi contexto aunque este jamás se halla materializado en mi propia carne.

En Israel y en Colombia se crece de un mismo modo, sabiendo siempre que hay una guerra en el horizonte, escuchando todos los días noticias de  sangre derramada. Pero hay una diferencia aplastante entre esa guerra y la que libra mi adolescente país, pues no hay más crueldad que las guerras fraticidas, aquellas en las que nos matamos entre hermanos, y que por alguna extraña razón llamamos disque “civiles”. Crecer así me ha dejado jodida de por vida, creo que cada vez que termino obsesionándome con alguna guerra es porque tengo que explicarme algo dentro de mí que no entiendo. No entiendo esa parte mía escrita en balas por el simple hecho de que la guerra en mi país es un extraño espejismo, distante y cercano a la vez, es el fantasma más poderoso, una fuerza invisible que me ha configurado como persona sin que yo sepa cómo.

Mi guerra es como un sueño, es terriblemente importante para mi subconsciente, lo ha moldeado a muchísimos niveles, eso lo sé porque lo veo en todos, los que como yo, hemos crecido a medio camino entre la burbuja de la clase privilegiada y la imponente realidad de casi un siglo de violencia. La gente de países pacíficos no tiene ese tinte de miedo reprimido que caracteriza a mis semejantes, ese miedo negado y escondido que guardamos cuidadosamente en algún lugar de la parte trasera de la mente para que no estorbe nuestra realidad burguesa, como el soldado de Vals for Bashir nos refugiamos en alucinaciones.

Vivimos resguardados en barrios con CAI, portero, sistema de seguridad y mucho dinero invertido en mantener nuestro bonito espejismo. Así crecimos y por eso el miedo se nos pego a la piel sin que fuésemos conscientes de lo que era, se nos pego por el simple hecho de que por más que intentemos evadirnos el conflicto estaba aquí antes de nosotros y seguirá aquí mucho después de que nosotros seamos tan sólo cenizas burguesas bien pagadas.

Eso es lo que me perturba; mi noción de guerra es más mítica, más simbólica, más metáfora que realidad y por eso es tan poderosa. En mí la guerra es un cuento eterno que me ha arrullado sin saberlo todas y cada una de mis noches,  soy como el hijo que presiente a su madre pero no la ha conocido.

La guerra es la diosa de mi patria, es la diosa por la que tantos han muerto, y sin embargo, para los que nacimos con suerte, es una diosa negada y sobornada lejos de nuestra presencia.

Me han protegido de esta diosa toda mi vida pero su poder es arrollador, esa es su función; destruir. Y la guerra ha destruido las barreras y se ha apoderado de mis narrativas, de mi instinto creador, yo he traducido sus cantos sin saber muy bien que eran suyos.

Ahora que me veo como sacerdotisa de su historia el miedo es aun más potente, porque no sé que le sucede a aquellos que reciben sus bendiciones y la ignoran, no sé que sucede a los ingenuos que, como yo, vivimos en una alucinación de billetes fortificados.

Tengo miedo de descubrir la ira de una diosa tan poderosa y tantas veces negada.

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GOOD HUNTING…

A la culpa que se avecina, la culpa encumbrada, culpa de oro y plata.

Por todos los lados del cuadrado el objetivo es el mismo.

En todas las caras de tu escuadra veo lo repetido.

El cielo retorcido y el horizonte palpitante.

Respiro y me aferro a la barra de metal que cuelga de tus pestañas.

Estoy aquí para tú  placer y tú deleite.

Susúrrale al diablo tus mentiras y redime tu aspiración existencial.

Abre aquí las puertas del presente y déjame arrancarme los nombres recortados, déjame arrancarme todas esas letras que componen tu nombre, esas letras que circuncidan mis muñecas.

Bésame con el perdón de los injustos colgando de tus babas y déjame manchada.

Acércame a ese abismo que refleja las palabras y déjame caer.

Un millón de años que nos pasan y nos envuelven en las mismas sabanas.

Aléjame de la tortura de tus pasos y déjame morir en paz.

Yo misma me tragaré las cuchillas, una a una, hasta que mis entrañas desangradas me liberen.

Cómete cada una de mis memorias y extiende mi ser dentro del tuyo.

Cómete mis ideas y escupe el veneno de lo perpetuo.

Mi culpa, esa culpa reaccionaria, mi culpa hecha silueta enajenada.

En la fila del Hades.

julio 2, 2009

Con tanto cliente famoso para Caronte una muerte ha sido opacada por el fundido de las  personalidades de Hollywood. El martes mientras nos saturaban cor el fallecimiento del rey del pop, atorados en complots y controversias, aguados por tanto descoloramiento y lío familiar, Pina Bausch apago las luces y se llevo la danza al otro lado.

Bailarina, coreógrafa y profesora de danza esta alemana es el apellido del ballet contemporáneo. Pina nació en plena segunda guerra mundial y como todos los grandes intelectuales y artistas que se cultivaron en medio del cataclismo, ella armo sus músculos de ruptura y destrucción, con la férrea negación de hacer lo ya hecho.

Las anatomías danzantes de Pina cuestionaron el concepto de “cuerpo ideal”, sus movimientos acotaron lo primigenio, el espacio deja de ser unidimensional para salpicarse con conceptos de la física moderna, y sobretodo presentó al mundo una narrativa osada y multidisciplinar, mucho antes de que esta palabra se convirtiera en el pin de toda creación artística.

Sus coreografías responden al concepto de edición, ese gran desafío del siglo XX, crear narrativas que fueran capaces de responder de tú a tú a ese gran demiurgo de nuestros tiempos que es el cine. La multiplicidad, el silencio, lo cotidiano, la palabra, lo impactante… Todos estos elementos eran ensamblados por su gran Wuppertal Dance Theater de un modo terriblemente expresivo, de ese modo que la edición dio a los hijos de la guerra, permitiendoles crear un grito colectivo capaz de destrozar lo linean y  responder así a la estupidez creada por la imposición de una historicidad rancia.

La vida de cada peatón se podía convertir en sublime movimiento, esa fue el arma definitiva de su trabajo, nadie por más distante que este del mundo del chassé  puede ignorar lo visceral de cada paso propuesto por el Wuppertal. De repente todos estamos danzando porque la narrativa corporal se había desnudado, abrazando lo elemental, lo más humano, todo fluyendo sin respiro y anudado por la sensualidad hipnótica de la verdad carnal que cada uno de nosotros posee.

He de decir, porque muchos lo repiten, que Pina fue la creadora de aquel cajón de sastre que es el teatro-danza, esa etiqueta tan de moda durante las últimas décadas en todas las artes escénicas, de hecho fue casi una pandemia conceptual que lo inundo todo, lo bueno y lo malo pero sobretodo, lo mediocre.

Cuando una idea funciona por apelar a lo básico parece asequible a todo el mundo, se olvidan de lo difícil que es resumirnos en un gesto, en un símbolo. Mmuchos corren a vestirse con sus velos, pero la mayoría no entienden ese guión que une teatro  y danza en una sola palabra; el conflicto. Las pulsiones entre esos dos conceptos, entre la calma y la agresividad, entre el deseo y la frustración. Esa fuerza de lo dual, esa necesidad de dialéctica fue lo que hizo del ballet de Pina una potencia estética y discursiva;  al jugar con la genética  teatral y lo instintivo de la danza renovó las artes escénicas para siempre. Nos regaló un concepto a la vez antiguo y renovado, y déjenme decirles que no hay nada más complejo que esto.

Ojalá cuando se leyera en un programa de mano “teatro-danza” sus autores entendieran esa sublimación, socialización y programación subjetiva que hace falta para poner ese estandarte de título. El gesto desgarrado sin un trasfondo conceptual elaborado se queda en vacío mecánico y esto es lo que no les perdono a los bastardos de Pina.

Espero que cuando los flashes del ego jacksoniano y de la actriz pin-up se apaguen algunos reparen en la gran perdida de esta artista completa, cuyo trabajo es una definición perfecta de todo lo bueno que tiene el postmodernismo.

Una vez la barca de Caronte deje a sus famosos tripulantes a cargo de Cerbero, volverá y tomará de las elegantes manos de Pina sus monedas y en cada movimiento el baile fluirá por el río como fluyo su vida y su obra, hasta llegar al culmen, al clímax, al estruendo silencioso de quien descubrió en el cuerpo el núcleo del espíritu.